martes, 28 de diciembre de 2010

En el Perú se necesitan 15 años para sancionar a empresas por concertar precios

Han transcurrido más de 12 años para que la Corte Suprema finalmente confirme la sanción que Indecopi impusiera en 1998 contra doce empresas avícolas por concertar precios en la venta del pollo en Lima y Callao entre 1995 y 1996, el recordado Caso de los pollos.

En realidad fueron más de quince años los que la justicia se tomó para sancionar definitivamente uno de los supuestos más graves de las prácticas colusorias horizontales: la denominada concertación de precios. La demora en la aplicación de la sanción definitiva en este paradigmático caso de libre competencia en nuestro país nos lleva a tomarnos con alguna reserva y sugerir mucha paciencia a los consumidores ante el anuncio reciente que ha hecho Indecopi sobre el inicio de un proceso sancionador contra siete cadenas de boticas y farmacias por concertar precios. La pregunta es obvia: ¿tendremos que esperar más de una década para que las farmacéuticas infractoras sean sancionadas?

Tal como se establece en el artículo 11 de la Ley de Represión de Conductas Anticompetitivas, Decreto Legislativo Nº 1034, se entiende por prácticas colusorias horizontales los acuerdos, decisiones, recomendaciones o prácticas concertadas realizadas por agentes económicos competidores entre sí que tengan por objeto o efecto restringir, impedir o falsear la libre competencia. Uno de estos supuestos, no solo el más emblemático sino el más nocivo contra los consumidores y el proceso competitivo en sí, es la fijación concertada, de forma directa o indirecta, de precios o de otras condiciones comerciales o de servicio. Es justamente esta modalidad en la que incurrieron las empresas avícolas, pues estas no pudieron demostrar que el incremento del precio del pollo a mediados de la década pasada no se justificó en razones propias del mercado. Es por esta misma conducta que actualmente las empresas farmacéuticas vienen siendo investigadas de oficio por la Comisión de Defensa de la Libre Competencia del Indecopi.

La mencionada norma establece que dichos acuerdos están absolutamente prohibidos (art.11.2). No obstante el camino que debe seguirse para sancionarlos es excesivamente largo: luego de discutir en dos instancias la existencia del acuerdo colusorio ante el órgano administrativo especializado (primero ante la Comisión de Defensa de la Libre Competencia y luego ante el Tribunal del Indecopi), el sancionado puede acudir al Poder Judicial mediante la demanda contencioso-administrativa para que, se revise si se ha presentado una causal de nulidad del procedimiento administrativo.

En consecuencia, en sede judicial nuevamente se vuelve a discutir en dos grados y ante una eventual casación lo que ya se ha discutido ante el órgano administrativo y, por qué no decirlo, ante jueces poco expertos en estos temas. Y, además, el sancionado cuenta con la vía constitucional para cuestionar la infracción al debido proceso en sede judicial, lo que puede significar una nueva revisión del fondo del asunto ante los jueces constitucionales (lo que en diversos casos ha ocurrido en el Tribunal Constitucional). En suma, son 8 instancias, entre administrativas y judiciales, las que tendrían que transitarse para sancionar definitivamente a las empresas infractoras.

En el Caso de los pollos los sancionados no han acudido aún a la vía constitucional, pero no sería extraño que lo hicieran. Si es así, probablemente aún no se habría escrito la última página de esta historia con esta pésima señal al mercado: concertar precios en el Perú no genera consecuencias, porque si su costo (la multa) puede diluirse en más de quince años entonces puede ser asumido sin mayor problemas.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

¿Seguro obligatorio para acceder al crédito? Una nueva medida paternalista que entorpece la libre contratación

Para algunos burócratas del Ministerio de Salud poco importa la libertad de contratación. De otra manera no puede explicarse las razones por las cuales se ha aprobado el Decreto Supremo N° 034-2010-SA, publicado el 25 de noviembre último, en el que, con el afán de agilizar los mecanismos de afiliación al aseguramiento universal en salud (AUS, en adelante), se pretende obligar a todas las personas que deseen acceder a un crédito bancario a contratar previamente un seguro.

En efecto, el mencionado decreto supremo establece en su artículo 3 que, en concordancia con el mandato de obligatoriedad contenido en el numeral 1 del artículo 5 de la Ley N° 29344, Ley Marco de Aseguramiento Universal en Salud, la población residente en el país deberá acreditar previamente su afiliación al AUS para obtener desembolsos de créditos del sistema financiero, cualquiera sea su monto. Igualmente, en el artículo 4, el decreto supremo establece que todas las instituciones públicas, privadas o mixtas, son responsables de verificar que las personas que se encuentren bajo su ámbito de actividades, cualquiera sea su vinculación contractual, se encuentren afiliadas a un régimen de AUS.

La Ley N° 29344 establece que el aseguramiento universal en salud tiene como característica su obligatoriedad. Esto de por sí ya es cuestionable, porque la obligación de afiliarse a algún régimen de aseguramiento en salud es un medida excesivamente paternalista que no parece resistir un análisis de razonabilidad y proporcionalidad. Pero lo más criticable es que se establezca que el incumplimiento de esta obligación de afiliación genere la sanción a los particulares de no poder celebrar actos jurídicos o de no acceder a créditos en el sistema financiero. ¿Que autoridad detenta el Ministerio de Salud para restringir de esta manera la libertad de contratación de los individuos?

Por otro lado, ¿acaso el aseguramiento universal de salud no debe entenderse como un proceso progresivo de cobertura de la población? Si es así, ¿cómo es que se pretende castigar a las personas que aún no cuentan con dicha afiliación con un crédito más costoso e incluso evitarles el acceso al sistema financiero? Existen, qué duda cabe, otras alternativas menos gravosas que podrían fomentar el acceso de todas las personas a un régimen de AUS (beneficios tributarios, incentivos mediante programas sociales, etc.), por lo que no hay razón alguna para pensar que una medida idónea sea el retirarlas del sistema financiero, afectando de esta manera su libertad de contratación.

El Tribunal Constitucional ha establecido, en reiterada jurisprudencia y recogiendo lo establecido por la doctrina civilista más autorizada, que el derecho a la libre contratación establecido en el inciso 14 del artículo 2 de la Constitución es el acuerdo o convención de voluntades entre dos o más personas naturales y/o jurídicas para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica de carácter patrimonial. Dicho vínculo –agrega el mencionado Tribunal– es fruto de la concertación de voluntades y debe versar sobre bienes o intereses que poseen apreciación económica, tener fines lícitos y no contravenir las leyes de orden público (STC N° 0004-2004-AI/TC, f.j. 8).

Sobre la base de estos enunciados podría argumentarse que la obligatoriedad del aseguramiento para acceder a financiamiento bancario sería una norma de orden público, pero esto no resistiría el mayor análisis por dos razones: la primera es que no puede calificarse dicho mandato como uno que interesa al “de orden público” sin que siquiera se hayan fundamentado las razones de estas restricciones y porque no creemos que con esta medida se esté incidiendo en “el conjunto de valores, principios y pautas de comportamiento político, económico y cultural en sentido lato, cuyo propósito es la conservación y adecuado desenvolvimiento de la vida coexistencial” (STC N° 3283-2003-AA/TC, f.j. 28).; y la segunda, porque un decreto supremo del sector Salud no puede ser considerado como una ley de orden público por un simple tema de jerarquía normativa.

Es, nuevamente, una medida intervencionista y paternalista que cuenta con un propósito loable, pero que afecta la libertad de contratación de las personas.

miércoles, 20 de octubre de 2010

¿Es relevante informar que un producto es transgénico?

En mayo se emitió una resolución de la Sala de Defensa de la Competencia Nº 2 del Tribunal del Indecopi que dispuso que los proveedores deberán informar al consumidor si los productos que ofrecen en el mercado presentan contenido transgénico. La Resolución N° 936-2010/SC2-INDECOPI estableció que la condición transgénica de los insumos empleados en la elaboración de alimentos procesados constituye información relevante para adoptar una decisión de consumo informada.

Para arribar a esta conclusión se invoca el principio precautorio, por el cual –a criterio del referido tribunal– los consumidores son quienes deberían decidir si asumen los eventuales riesgos del consumo de elementos transgénicos. En consecuencia, los proveedores están obligados a brindar dicha información al consumidor al margen de si esta forma parte o no de la regulación técnica de rotulado de alimentos.

Recientemente, mediante la Resolución N° 1721-2010/SC2-INDECOPI (05/08/2010), la Sala ha aclarado los alcances de su anterior resolución, a fin de señalar que el deber de informar la condición transgénica de los componentes de un alimento envasado es exigible a los proveedores a partir del día siguiente de la publicación de la Resolución N° 936-2010/SC2-INDECOPI, aunque no resulta aplicable para aquellos productos fabricados o importados previamente que se encuentran en stock o en tránsito –debidamente acreditados–, ni a su comercialización posterior.

El argumento de la Sala parece ser correcto. Existen circunstancias que determinan que en los mercados no regulados el proveedor no tenga el incentivo de poner a disposición del consumidor información suficiente sobre las características de un producto y cuya percepción sea costosa para el consumidor. Y en esos casos es eficiente que se imponga al proveedor la carga de informar al consumidor sobre estas características, máxime si constitucionalmente (art. 65) se ha garantizado el derecho a la información de los consumidores, y se encarga al Estado el deber de garantizar este derecho, principalmente en temas de salud y seguridad de la población.

Sin embargo, cumplir con el deber de informar no significa suministrar cualquier información. Muchas veces, debido a una mala y/o absurda regulación, la información que el proveedor se ve obligado a entregar a los consumidores es totalmente irrelevante e incluso excesiva. Recuérdese el famoso y felizmente ya superado Precedente Telmex (Resolución Nº 0901-2004/TDC-INDECOPI) en el que el Tribunal del Indecopi, en un desmedido celo por atiborrar de información al consumidor, dispuso que la difusión de advertencias, restricciones o limitaciones de un producto, que es publicitado por radio o televisión, debería tener una exposición al consumidor no menor del tiempo que demore una lectura ininterrumpida de todo el texto o la escucha de la lectura de este en el caso de la radio. La consecuencia de esta regulación sobreproteccionista fue encarecer la publicidad porque los anuncios debían durar muchos segundos más de lo normal para describir en detalle todas las características del producto o la oferta. Esto representaba un mayor costo por publicidad, que finalmente debía pagar el consumidor, o simplemente un desincentivo para que los proveedores realicen campañas publicitarias.

El contenido esencial del derecho a la información de los consumidores es la puesta a disposición de estos, de manera clara, efectiva y comprensible, de todos aquellos elementos que sean relevantes para que tomen una decisión de consumo adecuada en la adquisición de bienes o servicios. Si existe un eventual daño a la salud o un elemento que científicamente se ha comprobado que podría ser perjudicial, pues vale que así se informe. Pero esto no ocurre en el tema de los transgénicos. Es más, la propia resolución del Indecopi reconoce que no existe certeza alguna de que los productos transgénicos causen daño a la salud. Entonces, ¿por qué establecer esta obligación? No creo que exista otra razón que se haya regulado sencillamente por presiones de la prensa –muy susceptible a este tema en los últimos tiempos–, que es una de las formas de regulación más nociva.

El derecho a la información y el principio precautorio no pueden ser utilizados para obligar a los proveedores a exponer todas las características de sus productos. Solo debe explicarse aquella información que es relevante. Y no puede ser relevante la idea o temor que algunos tienen de que lo transgénico sea dañino, porque no existe prueba científica concluyente que demuestre sin lugar a dudas esos supuestos efectos perniciosos.

No debe olvidarse que el exceso de información no relevante puede originar un terrible efecto: desalentar indebidamente el consumo de un producto. Todo hace indicar que la resolución del Indecopi sobre transgénicos tendrá ese resultado.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El caos del transporte público y la falta de titularidades sobre las pistas de la ciudad

Estamos muy cerca de una nueva elección municipal. Como era de esperarse, los candidatos formulan una y mil propuestas para solucionar los problemas más graves de nuestras ciudades. Uno de estos problemas es –sobre todo en Lima– el caótico transporte público.

En efecto, para nadie es desconocido que el transporte urbano de pasajeros en nuestra capital es un caos. Deficiente calidad del servicio, unidades de transporte en mal estado, conductores irresponsables, congestión vehicular, entre otros, son los problemas que aquejan a las personas que utilizan este servicio para movilizarse de sus residencias a sus centros de trabajo, de estudio o de recreación.

Ante esta situación, existen muchas voces que postulan que el Estado nuevamente se encargue de la gestión del transporte público de pasajeros (a través de una empresa como la recordada Enatru) o, en su defecto, que subsidie algunas alternativas de transporte. Estos argumentos, desde nuestro punto de vista, no solo son apresurados sino también errados.

Claro, la respuesta más fácil que no solo políticos sino también los abogados formulamos ante un problema irresoluto de mercado es proponer una mayor regulación e, incluso, una intervención empresarial del Estado. Es fácil emplear el recurso retórico de culpar al Estado por su inacción y sugerir que este asuma nuevamente la gestión del transporte. No obstante, debe recordarse que no siempre este es el mejor de los caminos, e incluso debe ser el último que se debería transitar.

En efecto, antes de pensar en una intervención regulatoria o proponer que el Estado preste el servicio de transporte, podría reflexionarse sobre el problema de los recursos comunes, vale decir aquellos recursos que están disponible y libres de cargo para cualquiera que haga uso de estos, al igual que los bienes públicos, pero que -a diferencia de estos últimos- son rivales en el consumo, esto es, el uso de una persona de estos recursos reduce la capacidad de otra persona para hacer uso de este. Las pistas de Lima son recursos comunes, asfalto en los que no existe una titularidad definida o en la que esta se atribuye a todos sin ningún costo. Pensamos que justamente la inexistencia de un régimen definido de titularidades ocasiona que este bien público (las pistas de Lima), al ser utilizado por todos, termine siendo explotado ineficientemente (o sobreexplotado), pues nadie interioriza las consecuencias de su utilización.

Existe un famoso ejemplo de Garret Hardin que explica la importancia de la asignación de titularidades sobre los recursos comunes. Me refiero a la famosa tragedia de los comunes. En ella tenemos una pradera que es propiedad de nadie, por lo que todos los ganaderos llevan a sus vacas para que consuman el pasto que allí crece. Esto irremediablemente ocasiona la pronta depredación del pasto y su deforestación, pues al no ser dicho lugar propiedad de nadie no existe el incentivo adecuado para su cuidado. Sin embargo, si esa pastura fuera propiedad de un particular, este cobraría una cantidad de dinero para que los ganaderos pudiesen ingresar, y con este dinero mantenerla en buenas condiciones, así como solamente permitiría que pasten el número adecuado de vacas.

Este ejemplo bien puede ser aplicado para explicar lo que sucede con el transporte público de pasajeros de Lima, en el que existe un claro problema de sobreexplotación de las pistas de la ciudad, así como una falta de inversión de las unidades de transporte e infraestructura generada por la ausencia de derechos de propiedad.

La propiedad tiene el mérito de internalizar las externalidades (costos o beneficios externos). Como se sabe, las externalidades pueden condicionar las conductas de las personas. Si una persona no puede internalizar los beneficios o costos, su conducta no es coherente con la escasez del bien. Esto quiere decir que si las personas no asumimos el costo de utilizar un bien, lo más probable es que hagamos un uso ineficiente de este.

Por ello, si existiese un mecanismo de pago o de regalía por el que cada propietario de unidad de transporte abonara por utilizar las más transitadas avenidas a determinadas horas, el consumo de tales vías decrecería hasta el punto de ser utilizadas eficientemente. De esta manera, el propietario de un vehículo particular solo utilizaría calles más congestionadas y en las “horas punta” si es que eso resultase inevitablemente necesario. Si no fuese así, este conductor optaría por circular en un horario distinto o en vías menos congestionadas.

Lo mismo podríamos decir del transporte masivo de pasajeros. Si estas unidades tuviesen que pagar una regalía o derecho para utilizar dichas vías en los horarios de mayor congestión vehicular, se crearía el incentivo para que en estas situaciones solo circulen las unidades necesarias de transporte, esto es, aquellas que satisfacen plenamente la demanda. Es más, una regulación como esta incentivaría que las unidades de transporte se autorregulen, para evitar las pérdidas de pagar por el uso de una vía que no será rentable.

Es esta la mejor manera en la cual se podría interiorizar las externalidades que se generan por el uso desmedido de las vías públicas por parte no solo de las unidades de transporte urbano de pasajeros sino también de los vehículos particulares. Sería una expresión de regulación social que podría dotar al servicio de transporte de los márgenes eficientes de oferta y reduciría enormemente las externalidades generadas por la sobreexplotación de nuestras pistas, pero que –además– mantendría en los privados la función de prestar este servicio, como corresponde.

viernes, 20 de agosto de 2010

Cuando el Estado quiere sustituir a la competencia: el caso de los pasajes aéreos en el Código del Consumo

Una de las principales virtudes de la economía social de mercado, régimen económico al cual se adscribe nuestro país, es que permite a los particulares delimitar libremente el contenido de sus relaciones contractuales en un escenario de libre competencia. Esta supone que los precios y la calidad de los productos que se ofrecen en el mercado sean determinados por la libre interacción de los agentes privados, esto es, tanto por la oferta de los proveedores como por las preferencias de los consumidores.

Nuestro país ha gozado en los últimos años de este escenario, lo cual ha permitido la existencia de una variedad de productos en el mercado y, por consiguiente, de una disminución considerable de los precios. Esa es la lógica consecuencia de un mercado libre y competitivo, en el que los proveedores luchan entre ellos para captar las preferencias del consumidor mediante productos y servicios cada vez de mejor calidad y a precios más asequibles.

Obviamente los mercados no son perfectos y eventualmente presentan fallas, como ocurre con el abuso de la posición monopólica, la información inadecuada o asimétrica, las externalidades, etc.; sucesos que justifican la regulación cuando el mercado no puede alcanzar los resultados deseados. El problema es que a menudo la regulación en nuestro país suele ser más nociva que las propias fallas del mercado. En efecto, el mayor peligro para el crecimiento natural de la libre competencia es un Estado intervencionista, aquel que por afanes populistas o con un espíritu ingenuamente protector, formula políticas o expide dispositivos legales que pretenden sustituir o crear artificialmente los beneficios de la libre competencia.

Esto ha sucedido recientemente con algunas de las disposiciones del Código de Protección y Defensa del Consumidor (para ver texto de la autógrafa dar clic aquí), norma que al momento de redactarse estas líneas ha sido aprobada por el Congreso y que probablemente sea promulgada por el Ejecutivo en los próximos días.

Nos referimos en esta ocasión al artículo 66.7 del mencionado código, el cual –entre otras cosas– establece que a los consumidores de transporte nacional en cualquier modalidad (ómnibus, aerolíneas, transporte marítimo y fluvial) les corresponde el derecho de postergar la realización del servicio en las mismas condiciones pactadas, debiendo comunicar ello –de manera previa y fehaciente– al proveedor del servicio con una anticipación de 24 horas de la fecha y hora prevista para la prestación del servicio. Dicho artículo señala, además, que para ejercer este derecho los consumidores deberán asumir los gastos únicamente relacionados con la emisión del nuevo boleto, los cuales no deben ser superiores al costo efectivo de dicha emisión.

Es cierto que muchos consumidores, especialmente del servicio de transporte aéreo, suelen quejarse porque una vez adquiridos sus boletos no se les permite reprogramar la fecha de sus vuelos, pese a presentarse casos de enfermedad u otros de fuerza mayor que impidan al consumidor hacer uso de dicho servicio. No obstante esta situación de por sí no justifica una medida intervencionista como la enunciada en el artículo antes mencionado. Nos explicamos.

El legislador ha olvidado que, en libre competencia, los proveedores, especialmente en el mercado de transporte aéreo, suelen ofrecer pasajes a tarifas muy reducidas bajo ciertas condiciones o en temporadas bajas. Una de estas condiciones es que el consumidor asuma el riesgo de perder lo pagado por el vuelo de no presentarse a abordar el avión en la oportunidad pactada, sin posibilidad de solicitar un reembolso o reprogramar el transporte. Es un asunto de oportunidades, el reducido costo del boleto adquirido por el consumidor implica la asunción de mayores responsabilidades o la eventualidad de perder el vuelo ante una situación imprevista e inoportuna.

Obviamente, si el consumidor desea tener la posibilidad de modificar su fecha de vuelo ante algún hecho que le impida viajar en la fecha y hora originalmente prevista, podría optar por pagar la tarifa habitual o la que corresponda para que la aerolínea costee esta eventualidad. Pero si lo que se desea es acceder a un precio considerablemente menor al normal por ese servicio, el consumidor razonable debe asumir los riegos de esta operación (como el no tener el derecho de reprogramar el vuelo), lo que el proveedor deberá informar adecuada y oportunamente.

Lo anteriormente descrito, que es una consecuencia natural del mercado, ha sido caprichosamente alterado por el artículo 66.7 del Código de Protección y Defensa del Consumidor. Conforme a dicha norma, ahora ya no existirá el incentivo necesario para que las empresas aéreas otorguen descuentos o promociones especiales a los consumidores, pues en todos los casos deberán reconocer al consumidor el derecho de reprogramar los viajes. Con esta norma supuestamente protectora, las aerolíneas dejarán de ofrecer tarifas reducidas y más bien cargarán en el precio del pasaje el costo que les permita presupuestar las reprogramaciones en los viajes.

Lastimosamente, como suele suceder con las medidas intervencionistas, el afán de proteger a los consumidores con un mandato legal, en lugar de propiciar un escenario más competitivo, suele derivar en medidas que más bien los perjudican. Como hemos advertido, el Estado otra vez pretende sustituir a la competencia. Los resultados, estimamos, serán adversos.

miércoles, 30 de junio de 2010

El Tribunal Constitucional y su afán intervencionista en la empresa educativa

En una reciente sentencia, el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales las disposiciones de la Ley N° 28564 (02/07/2005) por las cuales se prohibía la creación de filiales universitarias, pues –en opinión del Colegiado, que compartimos- estas limitaban inconstitucionalmente el derecho de acceso a la educación universitaria, así como el derecho a promover y conducir instituciones educativas de conformidad con los artículos 15, 58 y 59 de la Constitución. Así lo ha establecido en la sentencia recaida en el Exp. Nº 00017-2008-PI/TC, publicada en la página web del Tribunal Constitucional el 17 de junio último.

Al estimar la demanda de inconstitucionalidad planteada contra la Ley N° 28564, el Tribunal ha acertado en eliminar de nuestro ordenamiento jurídico una norma que afectaba sin mayor justificación la libertad de empresa en el sector educativo. Sin embargo nuestras coincidencias con el Tribunal quedan allí, pues con ese cada vez mayor interés por, si cabe el término, paralegislar, el Colegiado ha consignado en su fallo otras tantas expresiones y conclusiones que constituyen, paradójicamente, atentados contra la libertad de empresa iguales o mayores a las que ha declarado inconstitucionales.

Sucede que el Colegiado ha precisado que, pese a la declaración de inconstitucionalidad de las normas impugnadas, las universidades no se encuentran autorizadas a ejercer su derecho de crear nuevas filiales o facultades. Su razonamiento es que, al no existir norma que regule el procedimiento y acreditación de la creación de nuevas filiales, el ejercicio de este derecho se suspende hasta que se dicte la normativa correspondiente y se nombre a la autoridad competente para que cada filial cumpla con todos los requisitos establecidos así como con su deber de brindar un servicio educativo universitario de calidad (punto resolutivo 2). En otras palabras, el Tribunal parte de la premisa equivocada de que se requiere una norma específica, más allá de las existentes, que habilite a los particulares a realizar actividades económicas. Esto es, la iniciativa privada y la libertad de empresa estarían –bajo el razonamiento del Tribunal Constitucional- supeditadas a la aprobación de una regulación estatal.

Asimismo, el Tribunal declaró la existencia de un estado de cosas inconstitucional de carácter estructural en el sistema educativo universitario, por lo que considera que deben adoptarse ciertas medidas, entre las cuales destaca “la creación de una superintendencia altamente especializada, objetivamente imparcial y supervisada eficientemente por el Estado” (punto resolutivo 4, b), que tendría por objeto evaluar a todas las universidades del país, sus filiales y así se puedan adoptar medidas para elevar su calidad educativa.

Como puede apreciarse, de todas las fórmulas regulatorias disponibles, el Tribunal Constitucional ha creido por conveniente (y se esmera en ordenarle al Estado que cumpla “inmediatamente” con su mandato) el crear una superintendencia estatal que controle la calidad educativa universitaria. Por supuesto, el Tribunal no explica en ninguna parte de su fallo las razones que justifiquen la adopción de este modelo regulatorio y por qué no resulta conveniente alguno otro. Tampoco sustenta algo que debería ser lo mínimo que se le puede exigir a quien sugiere un modelo regulatorio: por qué es necesaria la regulación. Nuestro Colegiado Constitucional simplemente decide que ese es el modelo que debe seguirse sin mayor expresión de causa. Se extraña en este fallo del Tribunal el mismo celo que el Colegiado tiene cuando anula sentencias casatorias de la Corte Suprema por defectos de motivación.

Por otro lado, ya en el éxtasis del ánimo intervencionista, el Tribunal Constitucional ordena al legislador que en la regulación en la que se establezcan las condiciones que deberán cumplir los proyectos que presenten las universidades con el objeto de crear una filial o una nueva facultad, deberá establecerse que estas solo podrán crearse en departamentos en los que se carezca de oferta educativa suficiente respecto de las carreras profesionales que se van a ofrecer, lo cual deberá estar debidamente acreditado, y sustentarse las razones de conveniencia y factibilidad para la creación de la filial o nueva facultad. Igualmente, se prohíbe expresamente la creación de filiales y nuevas facultades cuando las universidades no demuestren de manera integral que cuentan con un determinado índice de empleabilidad y colocación laboral digna entre sus egresados, pues “es deber del Estado supervisar directamente la realización de un estudio técnico sobre la aludida demanda laboral, de forma tal que la creación de nuevas filiales o facultades universitarias se adecue razonablemente a los índices de la referida demanda” (fundamento 199).

Sin desconocer que la universidad debe dotar al estudiante de las herramientas necesarias para el ejercicio de su profesión, las posibilidades de trabajo de los jóvenes profesionales es un tema que atañe directamente a la existencia de una economía estable que presente incentivos para la inversión y políticas de flexibilización laboral que generen más puestos de trabajo. Mas bien podríamos preguntarnos si algunas sentencias del Tribunal Constitucional han contribuido reducir la empleabilidad entre los jóvenes, como la recaída en el Expediente N° 1124-2001-AA/TC (caso Telefónica) en la que se estableció que ante el despido arbitrario no procedía una indemnización sino la reposición, lo que en resumidas cuentas nos acercó a un régimen de estabilidad laboral absoluta en el sector privado, que es el mayor enemigo para generación de puestos de trabajo.

En resumen, nuevamente estamos ante una sentencia del Tribunal Constitucional que evidencia esa idea preconcebida de que es el Estado el que debe regularlo y supervisarlo todo, olvidando que lo más eficiente es que sea el mercado el que decida si es viable o no de unidades de negocio, en este caso, la constitución y/o permanencia de filiales o nuevas facultades.

sábado, 19 de junio de 2010

El Código de Consumo: el debate entre las posiciones libertarias e intervencionistas

Muy interesantes las opiniones formuladas por Freddy Escobar Rozas (quien califica al Código del Consumo como fascista e ineficiente) y Roger Merino Acuña (quien replica esta tesis, y defiende la inclusión de cláusulas intervencionistas en dicho texto no sin criticar algunas imperfecciones del Código).

Es cierto que ambas opiniones fueron formuladas sobre la base de los anteproyectos del Código de Consumo y que algunas de las disposiciones comentadas ya no se encuentran en el Dictamen aprobado en mayoría por la Comisión de Defensa del Consumidor del Congreso, pero igual las posturas expresadas en ambos comentarios reflejan la disparidad de posiciones que existen sobre el Código de Consumo: las tesis libertarias, que consideran esta propuesta no solo como excesivamente paternalista sino también como innecesaria para regular las relaciones de consumo; y las tesis estatistas o intervencionistas, que consideran que el mejor remedio para las imperfecciones del mercado es una mayor regulación social.

Entre las tesis libertarias también destacan las de Alfredo Bullard, expuestas principalmente en sus comentarios titulados "El Código de Consumo y la ley del embudo" (parte 1 y 2), José Daniel Amado V. (Código de Consumo e Inversión Privada") y Mario Zúñiga Palomino ("¿Realmente necesitamos un Código de Consumo?").

La proliferación de opiniones es conveniente para la confrontación de ideas, por lo que es saludable que a nivel académico estas se expresen. Por eso, lo ideal y recomendable es que el texto del Dictamen (bastante defectuoso en nuestra opinión y de la de muchos críticos) sea objeto de análisis y revisión por especialistas, y que exista la posiblidad de que la sociedad civil efectue sus aportes; sin embargo, parece ser que la intención del Congreso es aprobar el Código de Consumo antes de que termine esta legislatura (jueves 24 de junio) o, en su defecto, lo haga la Comisión Permanente a inicios de julio con el propósito de que sea promulgado por el presidente de la República con ocasión de su discurso del 28 de julio. Esperemos que esto no sea así porque una norma como esta merece un mayor análisis y no debería ser aprobada de la forma tan apresurada como hasta ahora viene sucediendo.

miércoles, 26 de mayo de 2010

¿Por qué los abogados tememos a la competencia?

Recientemente ha hecho noticia un proyecto de ley que se está discutiendo en la Comisión de Educación del Congreso de la República por el cual se pretende suprimir por dos años el proceso de admisión de estudiantes a las facultades de Derecho. Pero no solo eso, también se propone suspender la creación de nuevas facultades y la eliminación de las filiales que en los últimos años han aparecido en nuestro país.

Este proyecto parte de una premisa equivocada: que la existencia de muchos abogados es un problema, y que el Estado algo tiene que hacer para eliminar la sobreoferta de servicios legales. Por ello, no es extraño encontrar en la prensa a diversos especialistas que afirman que la masificación de la profesión daña el sistema de justicia y que muchos abogados es sinónimo de mediocridad. Estos son prejuicios que arrastramos desde las aulas universitarias, y como suele ser todo dogma preconcebido e incuestionable, está equivocado.

Lo que sucede es que a los abogados nos cuesta aceptar que somos como cualquier otro proveedor de servicios. Creemos que nuestra profesión es algo más que eso, una especie de apostolado del servicio de justicia. Por eso no nos damos cuenta que lo que hacemos es ofrecer un producto en el mercado que se llama "servicio legal". Y, por una simple regla económica, mientras más productos existan en el mercado (más abogados) mejores precios ("honorarios" más competitivos) para los consumidores (los clientes).

Por lo tanto, es el cliente el que se ve beneficiado con un buen número de abogados, porque podrá adquirir productos ("contratar un abogado") de acuerdo a sus posibilidades económicas. Así que no es un problema si existen 50 mil abogados en Lima y otros tantos en provincias, pues el consumidor siempre saldrá ganando.

Tal vez pueda cuestionarse lo hasta aquí expresado señalándose que el problema no es tanto el número de abogados, sino la calidad de muchos de ellos. Pues bien, a esto basta con responder que la calidad del servicio legal que el cliente desea recibir está directamente relacionada a lo que estima debe invertir en dicho servicio. Por lo tanto, si el problema legal es de tal magnitud que requiere la asesoría de un destacado profesional, un consumidor razonable estará dispuesto a pagar por una asesoría legal de calidad; si el problema es mucho más cotidiano o baladí (como suele suceder con una sucesión intestada, alimentos o divorcio, etc.) el consumidor podrá optar por un profesional menos caro.

A los abogados nadie nos gana a la hora de establecer reglas que restrinjan la libre competencia. Nos encanta generar barreras de acceso para que otros no puedan ejercer nuestra profesión (como lo hacen los profesores del SUTEP que se oponen a la Ley N° 29510, por la cual se ha autorizado que otros profesionales puedan ejerzan la docencia escolar). Por eso, los abogados tenemos que colegiarnos obligatoriamente para patrocinar en el Poder Judicial, queremos que se acrediten universidades, que se cierren filiales y universidades de escaso nivel, establecer un número mínimo de ingresantes y/o de egresados, y si se prohíbe el ingreso de nuevos estudiantes, mejor. ¿Quién sale ganando con medidas como las propuestas por el proyecto de ley antes mencionado? Solo algunos abogados, que tratan de evitar la competencia y quedarse con su pedacito de mercado... ¿Quién pierde? Todos los consumidores.

miércoles, 28 de abril de 2010

La libre competencia y la declaración de emergencia del sector azucarero


“El precio del azúcar está un poco elevado sobre su precio real. El Gobierno ha conversado con todas las empresas azucareras y no ha habido un esfuerzo concreto para bajar su costo. Entonces vamos a autorizar líneas de crédito a través del banco agrario para los importadores privados que quieran traer azúcar al Perú. Lo que queremos es que el precio del azúcar refleje su valor de producción real más el nivel de rentabilidad que debe tener toda inversión” (Fuente: El Comercio, 26/04/2001).

Estas fueron las declaraciones que emitió el premier Javier Velásquez Quesquén un día antes de que se publicara en el diario oficial el Decreto Supremo N° 003-2010-AG, del 27 de abril de 2010, por el cual se ha declarado en emergencia al sector azucarero por un plazo de 180 días y se ha autorizado al Ministerio de Agricultura y al Banco Agropecuario, por dicho periodo, a establecer una línea especial de financiamiento para la importación y comercialización del azúcar en el mercado nacional.

Sin duda, el aumento del precio de un producto (especialmente uno tan sensible como es el azúcar) es un tema que preocupa a todos. Pero, ¿esto habilita al Estado para interferir en el mercado y sugerir que los productores concerten precios o, de lo contrario, subsidiar a otros competidores con créditos estatales (el crédito barato es en el fondo un subsidio) para otorgarles ventajas competitivas indebidas? La respuesta es obviamente negativa.

En una economía social de mercado (régimen económico de nuestro país, según el artículo 58 de la Constitución) el precio en un mercado no regulado se fija de acuerdo con el libre juego de la oferta y la demanda. Por lo tanto, el Estado en estas situaciones no puede ni está legitimado para constituirse en un generador de desigualdades competitivas, otorgando créditos a tasas preferenciales que no podrían ser obtenidas en el mercado financiero, o para incentivar acuerdos colusorios entre productores.

Sería (lamentablemente, es) el mundo al revés: un Estado propiciando conductas que están vedadas no solo por dos de las principales normas del Derecho de Mercado (la Ley de Represión de Conductas Anticompetitivas y la Ley de Represión de la Competencia Desleal), sino también por la Constitución.

La labor del Estado y, en particular, la labor del Indecopi en un escenario de aumento injustificado de precios en un mercado no regulado debe estar orientada a dos funciones. Por un lado, actuar como abogado de la competencia, esto es, propiciar un entorno competitivo no solo mediante reformas estatales (simplificación administrativa y reducción de externalidades negativas) que permitan el ingreso de mayores agentes económicos, sino también creando una cultura de la competencia entre consumidores y productores.

Y, por otro lado, investigar y sancionar debidamente si es que el aumento de precios se debe –como se especula– a prácticas colusorias horizontales, tales como fijación concertada de precios, limitación o control concertado de la producción, negativa concertada e injustificada de satisfacer demandas de compra, o algún otro supuesto contemplado en el artículo 11 de la Ley de Represión de Conductas Anticompetitivas, Decreto Legislativo N° 1034.

En otras palabras, el Estado no puede intervenir y remediar fallas de mercado incentivando o propiciando la concertación de precios en mercados no regulados, sino para investigar y sancionar cuando se ha comprobado que algunos proveedores han incurrido en prácticas anticompetitivas. Esta es la importante labor que le compete a la Comisión de Defensa de la Libre Competencia del Indecopi, que cuenta con facultades para imponer sanciones ejemplares que desincentiven estas conductas.

viernes, 9 de abril de 2010

Proyecto del Código del Consumidor mantiene parámetro del consumidor diligente previsto en la legislación vigente

El miércoles 7 de abril el Ejecutivo presentó al Congreso de la República la versión final del Proyecto de Código de Protección y Defensa del Consumidor (en adelante, el Proyecto). Dicho texto consta de 154 artículos, cinco disposiciones complementarias finales y dos derogatorias. Para acceder a su lectura pueden dar clic aquí.

Son muchos los aspectos incluidos en esta propuesta que merecen análisis y discusión, que en los siguientes días estaremos comentando en este espacio. Por ahora nos ocuparemos de uno de los temas más polémicos, el referido al parámetro del consumidor, esto es, al cuidado o nivel de responsabilidad que debe exigírsele a este en sus actos de compra para que merezca la tutela especial de consumo.

Sobre el particular, el Proyecto establece que el consumidor tutelable es aquel que actúa de buena fe y con la diligencia ordinaria (art. 1.5: "Para la aplicación del presente Código, se tomará como referencia el parámetro de un consumidor que actúa de buena fe y con la diligencia ordinaria"), con lo que en realidad no se distancia de lo previsto en la regulación actual (art. 3 inc. a del TUO de la Ley de Protección al Consumidor: "La presente Ley protege al consumidor que actúa en el mercado con diligencia ordinaria, de acuerdo a las circunstancias"). Como es evidente, ambas redacciones (la propuesta del Ejecutivo como la ley vigente) no presentan mayores diferencias.

En este punto, el Ejecutivo ha optado por no recoger la propuesta de la Comisión que presentó el primer anteproyecto del Código del Consumidor, que buscaba tutelar al consumidor "ordinario, no especializado", con lo que se buscaba proteger a los consumidores en cualquier caso, sin importar su nivel de diligencia.

Particularmente, estamos de acuerdo con mantener el estándar de consumidor razonable, esto es, aquel que actúa con la diligencia ordinaria que es esperable en determinadas circunstancias, pues consideramos que la única manera de que tengamos paulatinamente mejores consumidores, o sea, aptos para exigir sus derechos, es no tutelando la negligencia sino mas bien la diligencia en los actos de consumo. Y la única manera de incentivar que tengamos consumidores diligentes y capaces de exigir sus derechos es que estos adquieran experiencia de consumo. Y esto se logra, como en todos los actos de la vida, equivocándose, aprendiendo a identificar en el mercado cuáles son las mejores ofertas y condiciones de compra y, por supuesto, cuáles no.

En otras palabras, si hoy compré un producto de un proveedor y no satisfizo mis expectativas, lo lógico es que mañana no vuelva a comprarle a este proveedor y mas bien opte por la competencia. No es el Estado el que debe sustituirnos en estas decisiones de compra o legislar para amparar los casos de actos de consumo irracionales, pues eso conllevaría a que el sistema de protección al consumidor esté diseñado para proteger a consumidores irresponsables, que no sean capaces de exigir sus derechos.

Ahora bien, ¿esto significa que, de aprobarse el proyecto, se mantendrá el criterio que la Comisión de Protección al Consumidor y la Sala han tenido hasta ahora sobre el nivel de diligencia exigido a los consumidores? En principio la respuesta es positiva. En efecto, debe esperarse que no hayan mayores cambios en el parámetro de consumidor tutelable, pues, como hemos señalado, el texto actualmente vigente como el propuesto por el Ejecutivo no tienen mayores diferencias.

Sin embargo, consideramos que esta regla del consumidor razonable puede, en algunos casos muy particulares, admitir excepciones. Y esto es así porque no nos parece correcto que se le pueda exigir a un consumidor de un poblado alejado del país, con poca o nula experiencia de consumo -y que su única experiencia de mercado haya sido el trueque de productos básicos-, la misma diligencia que sí puede exigírsele a un consumidor limeño, de una capital de provincia o de algún poblado importante.

El fundamento de esta excepción lo encontramos en el artículo 6.2 del Proyecto, precepto que aunque incurre en gravísimos errores que esperamos sean corregidos (un claro ejemplo, ¿cómo una mujer gestante puede ser considerada una consumidora con especial vulnerabilidad?), pero que también tiene algo de positivo. En efecto, dicho artículo propone que "El Estado reconoce la vulnerabilidad de los consumidores en el mercado, orientando su labor de protección y defensa del consumidor con especial énfasis en (...) los consumidores de las zonas rurales o de extrema pobreza".

Lo establecido en el art. 6.2. (in fine) del Proyecto permitiría al Indecopi modular el parámetro de diligencia requerida para que, en algunos casos en concreto y cuando sea realmente necesario, se otorgue un tratamiento favorable a un grupo en particular de consumidores. Estos serían quienes, debido a su origen y especiales condiciones económicas, presenten una evidente inexperiencia en un segmento del mercado y que no estén en condiciones intelectuales o cognitivas de entender a cabalidad lo que el proveedor le explica u ofrece; y que, por dichas condiciones, puedan ser inducidos por los proveedores a conductas contrarias a sus derechos, siempre que para tutelar estas situaciones sean insuficientes las disposiciones de la normativa de consumo.

Por supuesto que esto no debe ser una puerta abierta para que el parámetro del consumidor razonable u ordinario sea fácilmente dejado de lado. Tampoco debería bastar la simple alegación de ser un poblador de una zona rural o tener extrema pobreza para inclinar la balanza en todos los conflictos de consumo que se presenten, sino que el estudio de cada caso por la agencia de competencia es la que debería determinar si corresponde o no un tratamiento preferencial que, por lo mismo, debe ser residual y excepcional.

lunes, 29 de marzo de 2010

La necesidad de regular las compensaciones bancarias

Un reciente pronunciamiento del Tribunal del Indecopi ha suscitado diversos y encontrados pareceres entre los actores del sistema financiero nacional. Nos estamos refiriendo a la Resolución Nº 0199-2010/SC2-INDECOPI (publicada en El Peruano del 17 de marzo de 2010), emitida por la Sala de Defensa de la Competencia N° 2, en la que el mencionado colegiado, cambiando su propio criterio jurisprudencial de varios años, ha establecido que constituye una infracción al derecho de los consumidores la muy usual práctica bancaria de compensación de deudas cuando esta afecta la cuenta de remuneraciones de sus clientes sin respetarse el límite legal de lo que se considera inembargable (5 URP, esto es, 1800 nuevos soles).

El razonamiento del Indecopi nos parece irrefutable. El Código Civil, en su artículo 1290, prohíbe la compensación de los denominados créditos inembargables. Estos han sido listados por el artículo 648 del Código Procesal Civil, en el que se incluyen a las remuneraciones y pensiones, cuando no excedan de cinco unidades de referencia procesal, con la salvedad de que el exceso sí es embargable hasta en una tercera parte. Por lo tanto, es evidente que las normas del Derecho Común prohíben la compensación sobre el señalado porcentaje de remuneraciones.

Entonces, para que esta práctica financiera fuese legal tendría que existir una norma sectorial que excluya a los bancos de la prohibición establecida por el Derecho Común de compensar sobre bienes inembargables. Sin embargo, aquella más bien reafirma la existencia de esta prohibición. En efecto, el inciso 11 del artículo 132 de la Ley de Bancos, que es la que faculta a estos a ejercer el derecho de compensación sobre los activos del deudor que mantenga en su poder, señala que la compensación podrá ejercerse salvo que se trate de “activos legal o contractualmente declarados intangibles o excluidos de este derecho”. En otras palabras, la misma legislación bancaria acepta que el derecho de compensación no podrá ejercerse sobre las remuneraciones y pensiones, bajo los límites señalados por el artículo 648 del Código Procesal Civil.

De lo anterior se colige que tanto las normas del Derecho Común como la propia normativa bancaria prohíben a las empresas del sistema financiero la utilización del derecho de compensación sobre las cuentas de sus clientes creadas para precisamente abonar los sueldos que estos reciben de sus empleadores.

El criterio anterior del Indecopi era distinto. Así, por ejemplo, en la Resolución N° 0375-2000/TDC-INDECOPI, se estableció en su momento que los importes depositados en la cuenta de ahorros no constituían remuneraciones si bien podían originarse en un abono de remuneraciones por parte del empleador, sino que tenían la calidad de depósitos de ahorros, los cuales estaban sujetos a las normas legales del sistema financiero y las convencionales, como es el caso de la compensación bancaria.

En este anterior razonamiento del Indecopi primaba la idea de que el derecho de compensación bancaria era una de las expresiones del deber del Estado de proteger el ahorro, en los términos previstos en el artículo 87 de la Constitución, en el que se establece las obligaciones y los límites de las empresas que reciben ahorros del público, así como el modo y los alcances de dicha garantía. Y razón no le faltaba a este pronunciamiento, pues resulta claro que al desaparecer la posibilidad de compensar las deudas de los clientes morosos con los ingresos que perciban en sus cuentas de remuneraciones, entonces, la consecuencia inevitable de ello sea el encarecimiento del crédito, esto es, el aumento de la tasa de interés o las mayores dificultades para que las personas naturales accedan a financiamiento.

Por ello, sin dejar de desconocer la validez del razonamiento del Indecopi, consideramos que sería válido que mediante una reforma de la Ley de Bancos se precise el porcentaje de las cuentas de remuneraciones que sería válido afectar mediante compensación para cancelar las deudas de los clientes morosos, a manera de excepción de la prohibición prevista en la legislación común; de lo contrario, se puede llegar a la paradoja de alentar la morosidad bancaria, es decir, que un cliente nunca pague sus deudas a un banco y que este no pueda afectar los ingresos que percibe en su cuenta de remuneración.